Por si no fuera poco con aquel tumulto, en esos momento irrumpió en la explanada una manada de bueyes (algo más de un centenar). Aquellos animales, propiedad del Templo, estaban destinados a ser quemados en los próximos sacrificios y, en consecuencia, eran encerrados habitualmente en unos establos, anexos al atrio de los Gentiles. Jesús, a la vista de aquellos bramidos y de la cada vez más exaltada conducta del cambista, del judío y de cuantos apoyaban a éste, optó por hacer una pausa y esperar. Sus discípulos permanecían retirados como a unos 15 ó 20 pasos, y en silencio. Pero aquella violenta situación lejos de amainar, fue a más. El apretado gentío hacía poco menos que imposible que el joven pastor pudiera hacerse con el dominio de los bueyes, que se habían desperdigado por entre las mesas. En eso, mientras el Galileo esperaba impasible, un tercer suceso vino a provocar la chispa final. Entre los judíos que pretendían oír a Jesús, se encontraba un galileo, antiguo amigo del Maestro. Este humilde granjero había empezado a ser molestado por un grupo de peregrinos procedentes de Judea. Entre empujones y codazos, los engreídos indivíduos se burlaban de él por su credulidad. Cuando Jesús se percató de esta última escena, ante el asombro de sus discípulos y de cuantos nos encontrábamos presentes, soltó su manto y, dejándolo caer sobre la escalinata, salió al encuentro del pastor, arrebatándole el látigo de cuerdas. Con una seguridad inaudita, el Galileo fue reuniendo a los cuernudos, sacándolos del Templo entre sonoros gritos y secos y potentes golpes de látigo sobre el embaldosado de la explanada. Cuando la muchedumbre vio al Nazareno dirigir al ganado quedó electrizada. Pero eso no fue todo. Una vez concluida la operación de "limpieza", Jesús de Nazareth, en silencio se abrió paso majestuosamente entre la multitud, dirigiéndose con el látigo en la mano izquierda hacia los corrales situado al otro lado del atrio de los Gentiles, al pie de la fortaleza Antonia.
Aquello era nuevo para mí y corrí tras Él. Al llegar a los establos, el Galileo (con una frialdad que me dejó sin habla) fue abriendo, uno tras uno, todos los portalones, animando a los bueyes, machos cabríos y corderos a salir de sus recintos. En un instante, cientos de animales irrumpieron en el atrio. Y el rabí, con la misma decisión y destreza con que había sacado del Templo a la primera manada, dirigió aquellos asustados animales en dirección a las mesas y puestos de venta de los cambistas e intermediarios. Como era de suponer, la estampida provocó el pánico de los hebreos que, en su atropellada huida hacia los pórticos de salida, derribaron un sin fin de tenderetes. Los bueyes, por su parte, terminaron por pisotear la mercancía, derramando numerosos cántaros de aceite y de sal.
La confusión fue aprovechada por un nutrido grupo de peregrinos que se desquitó, volcando las pocas mesas que aún quedaban en pie. En cuestión de minutos, aquel comercio había sido materialmente barrido, con el consiguiente regocijo de los miles de judíos que odiaban aquella permanente profanación. Para cuando los soldados romanos hicieron acto de presencia, todo aparecía tranquilo y en silencio.
Jesús de Nazareth, que no había tocado con el látigo a un solo hebreo ni había derribado mesa alguna (de ello puedo dar fe, puesto que permanecí muy cerca del Maestro) volvió entonces a lo alto de las escalinatas y, dirigiéndose a la multitud, gritó:
--Vosotros habéis sido testigos este día de lo que está escrito en las Escrituras: "Mi casa será llamada una casa de oración para todas las naciones, pero vosotros habéis hecho de ella una madriguera de ladrones" (Mt. 21:12-17; Mr. 11:15-19; Lc. 19:45-48; Jn. 2:13-22).
No comments:
Post a Comment