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Saturday, February 18, 2012

LAS BODAS DE CANÁ: SÓLO ALGUNOS SUPIERON EL MILAGRO

Cuando entramos en Caná, nos vimos atraídos por una música jubilosa, se oían los gritos y las palmas, el ruido vibrante de las panderetas, los sonidos dispersos y finos de las arpas, el ritmo de las danzas, un griterío de gentes que hablaban al mismo tiempo, un instante después el patio estaba lleno, los novios entraron entraron entre vivas y aplausos, y se adelantaron a recibir las bendiciones de los padres y de los suegros, que los estaban esperando.
Jesús reconoció a algunos de sus primos y a varias de sus primas, lo que le permitió comprender que Él no pudo ser invitado a aquella boda al haber abandonado su casa porque necesitaba encontrar su destino. Por otra parte, en el momento que aquellos bailarines le tuvieron cerca, se cuidaron en preguntarle cómo se sentía después del bautizo en el Jordán, cuánto tiempo había pasado en el desierto y quiénes eran los hombres que le acompañaban.
   Jesús prefirió no responder, ya que le importaba más llegar a lado de su madre, a la que acababa de descubrir en el fondo de un jardín. Se acercó, la besó en la frente y estrechó las manos que le buscaban. María se había sentido muy sola en las últimas semanas. Era una madre como cualquier otra, a pesar de saber que había engendrado al Hijo de Dios. Es cierto que en los 29 años que habían compartido el hogar, debió resignarse a verle partir solo muchas veces, en ocasiones para volver a los ocho meses o mucho más tarde. Sin embargo, un doloroso presentimiento le decía que se hallaba ante el "no retorno".
   Acaso para limpiar su mente de amargas ideas, María formó una sonrisa y miró a su hijo, cuyas manos seguían apretando las suyas con ese calor que tanto la reconfortaba. Mientras éste sabía que iba a escuchar la petición que ella le comenzaba a formular con los ojos para, en seguida, hacerla brotar de sus labios:
   -A los dueños de la casa se les ha terminado el vino.
   Todo un fracaso para los anfitriones, ya que lo obligado era que los invitados no se marcharan hasta el día siguiente. Debía encontrarse la forma de retenerlos. El pesar y la confusión cayeron sobre ellos, como si el techo se les viniera encima.
   -¿Y ahora, que vamos a hacer? ¿Cómo vamos a decirles a nuestros invitados que se ha acabado el vino? ¡No se hablará mañana de otra cosa en todo Caná!
   -¡Mi hija! -se lamentaba la madre de la novia-. ¡Cómo se van a burlar de ella de aquí en adelante, que en su boda hasta el vino faltó, no merecíamos esa vergüenza, qué mal comienzo de vida!
   En las mesas escurrían los fondos de las copas, algunos invitados miraban alrededor, buscando a quien debiera estar sirviendo.
   El Galileo volvió lentamente la cara hacia la madre, la miró como si ella le hubiera hablado desde muy lejos, y le preguntó:
   -Mujer, ¿qué hay de común entre tus intereses y los míos?
   Palabras estas, tremendas, que las oyó quien allí estaba, con asombro, extrañeza, incredulidad, un hijo no trata así a la madre que le dio el ser, harán que el tiempo, las distancias y las voluntades busquen en ellas traducciones, interpretaciones, versiones, matices que mitiguen la brutalidad y, de ser posible, den lo dicho por no dicho o digan que se dijo lo contrario, así se escribirá en un futuro que Jesús dijo: "Qué tengo yo que ver contigo", o, "¿Quién te ha mandado meterte en eso, mujer?", o, "¿Qué tenemos nosotros que ver con eso, mujer?", o, "Déjame a mí, no es necesario que me lo pidas", o, "¿Por qué no me lo pides abiertamente, si sigo siendo el hijo dócil de siempre?", o, "Haré lo que quieras, no hay desacuerdo entre nosotros".
   María recibió el golpe en pleno rostro, soportó la mirada que la rechazaba y, colocando al hijo entre la espada y la pared, remató el desafío diciéndoles a los servidores:
   -Haced lo que Él os diga.
   El Nazareno vio que su madre se alejaba, no dijo ni una palabra, no hizo ningún gesto para retenerla, comprendió que su Padre se había servido de ella como antes se sirvió de la tempestad o de la necesidad de los pescadores. Levantó la copa, donde aún quedaba algún poquito vino, y dijo a los servidores:
   -Llenad de agua esas cántaras de barro que servían para la purificación -y ellos las llenaron hasta desbordar, que cada una de ellas tenía dos o tres medidas de cabida-. Acercádmelas -dijo, y ellos así lo hicieron.
   Entonces Jesús vertió en cada una de las cántaras una parte del vino que quedaba en su copa y dijo:
   -Llevádselas al mayordomo.
   El mayordomo que no sabía de donde venían las cántaras, después de probar el agua que la pequeña cantidad de vino no había logrado a teñir, llamó al novio y le dijo:
   -Todos sirven primero el vino bueno y cuando los invitados han bebido bien, se sirve el peor; tú, sin embargo, has guardado el vino bueno para el final.
   El novio, que nunca en su vida viera que aquellas cántaras contuvieran vino y que, además, sabía que el vino ya se había acabado, probó también y puso cara de quien, con mal fingida modestia, se limita a confirmar lo que tenía por cierto, la exelente calidad del néctar, un vintage ([vintech], cosecha de la uva), por decirlo de alguna manera. Si no fuera por la voz del pueblo, representada, en este caso, por los servidores que al día siguiente le dieron a la lengua a placer, habría sido un milagro frustrado, pues el mayordomo, si desconecedor era de la transmutación, desconocedor seguiría siéndolo; al novio le convenía, evidentemente, no decir palabra, Jesús no era persona para andar pregonando por ahí: "Yo hice este milagro, y el otro, y el de más allá". María, la madre de Jesús, tampoco iría dando publicidades, porque la cuestión fundamental era entre ella y el hijo, lo demás que ocurrió fue por añadidura.
   María de Nazareth y el hijo no se hablaron más. Mediada la tarde, sin despedirse de la familia, el Maestro se fue con María de Magdala por el camino de Tiberíades que va hacia Cafarnaúm. Escondidos de su vista, Pedro y yo lo seguimos hasta la salida de la aldea y allí nos quedamos mirándolo hasta que se desapareció en una curva del camino (Jn. 2:1-12).

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