Meses más tarde, Jesús decidió que fuéramos a predicar cerca de la desembocadura del Jordán. Unas tierras donde siempre ha abundado las manadas de cerdos. De repente, fuimos sobresaltados por la presencia de un personaje repulsivo: llevaba la cabeza cubierta con unas greñas sucias y abundantes, vestía unas míseras pieles que sólo le tapaban una tercera parte del cuerpo. Al parecer se le había intentado encerrar en una gruta, pero siempre consiguió romper las ligaduras, ya fuesen gruesas cuerdas o cadenas. Y últimamente andaba libre, porque a todos los que se le acercaban los espantaba con una lluvia de piedras.
Al acercarnos, el poseído se dirigió al Nazareno con estas palabras:
--¿Qué puedes temer tú de mí, Jesús, Hijo del Dios altísimo? ¡Te suplico que me libres del tormento!
--¿Cómo te llamas, hijo? -preguntó el Galileo.
--Mi nombre es Legión; porque somos muchos.
Las manos del Maestro se apollaron en los hombros de quien acababa de arrodillarse, para sacudirle ligeramente todo el cuerpo. Los dos se miraron fijamente, con lo que se produjo el dominio de Jesús sobre la voluntad del poseído. La mejor forma de que fuera curado al verse libre del demonio. Pero...
A lo lejos, nos atrajo los gritos de un porquerizo y, al momento, por el ruidoso chapoteo de unos cerdos. Un simple accidente desencadenado por la distracción de aquél, pues al estar pendiente de lo que ocurría en el valle, se olvidó que la piara que estaba cuidando se hallaba muy cerca del borde de la montaña, a cuyos pies se encontraba el lago.
Y la gente supersticiosa consideró que los demonios que acababan de ser expulsados del cuerpo de Legión habían ido a refugiarse en los cerdos. Esto les llenó de tanto pavor que, después de reunirse para hablar del tema, le suplicaron al Maestro que nos marcháramos de allí. Materialmente nos prohibieron que no entráramos en la ciudad (Mt. 8:28-34; Mr. 5:1-20; Lc. 8:26-39).
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